lunes, octubre 01, 2012

La crisis del disco (I) - La era digital



Y “disco” va con minúscula porque no se refiere a la música Disco, evidentemente, sino al formato disco. A esa cosa obsoleta, ese objeto engorroso e innecesario, esa pieza de coleccionista que aún se acumula en nuestras estanterías como vestigio de otra época, convirtiendo las habitaciones en pequeños museos y recordándonos cómo era el mundo en otro tiempo. Pensaba haberlo titulado “Aquella reliquia llamada ''disco''”, “Adiós, disco, adiós” o, mejor aún, algo así como “A favor de la piratería”, un título que a la vez que resultara provocativo también favoreciese el encontrarlo mediante las búsquedas de Google que mucha gente hace a base de teclear frases genéricas o temas de ese tipo, pero propiamente no es esa la idea, como luego se verá.

Leí hace poco en no sé dónde que hoy día las obras musicales son ficheros informáticos, y no me pareció equivocado. Hecha la salvedad, claro está, de que la obra como tal no ES un fichero, sino que se almacena bajo esa forma. Las obras musicales tienen la peculiaridad, frente a la pintura o la escultura -frente a todas las artes plásticas, pero también frente a la literatura-, de que tienen una doble naturaleza: sólo existen mientras suenan, y el resto del tiempo yacen dormidas en un estado de mera potencialidad. De hecho, a menudo se define la música como sonido+tiempo, o arte+tiempo, o alguna mezcla de todo ello, y ciertamente el tiempo es ajeno a las artes plásticas (salvo el que necesita la arquitectura para su contemplación completa o el de las megaesculturas en las que el espectador debe literalmente “meterse”) y, en el caso de la literatura escrita, éste nunca es fijo, no es intrínseco a la obra y lo determina el lector. En la música y, también, en el cine, las obras tienen su propio tiempo, y sólo en tanto que “obras en el tiempo” abandonan el estado latente y pasan a ser una realización concreta, un acto patente.

Filosofadas aparte, antes de que existieran medios de registro y almacenamiento sonoro, la humanidad inventó sistemas de codificación escrita de los sonidos y de su duración para poder conservar las obras musicales en forma de partituras, pero en la música popular estas dejaron de ser necesarias desde la invención de dichos medios. Y así llegamos al presente, donde la obra adquiere forma de archivo informático y bajo esa forma se almacena en los dispositivos adecuados. Lo relevante es que todas las formas mencionadas son objetos materiales, son soportes físicos, pero tremendamente distintos entre sí.

Es curioso que algo tan obvio siga siendo un descubrimiento, una idea de esas que un buen día uno lee en algún sitio y de pronto le hace pensar “¡anda!, pues es verdad”. Quizá la idea ha flotado por la mente colectiva desde hace mucho, pero no hemos caído en la cuenta de que es así, o, mejor dicho, de que es así de forma irreversible. Y de que las consecuencias de esa idea también lo son. Los discos hoy día ya no hacen falta porque hay soportes infinitamente más prácticos, más cómodos, más baratos y más eficaces, pero nos hemos pasado décadas identificando “obra” con “disco” y ahora nos cuesta horrores separar ambos conceptos, cuando realmente ya no tienen nada que ver. La industria discográfica sigue anclada en esta falacia, en esa identificación embustera, y la sigue blandiendo como instrumento de culpabilización y mala conciencia para quienes no la acatamos e incluso como recurso legal para pedir el amparo de los gobiernos. Alucinante.

El origen de esa mentira se remonta a la invención del CD, no hace tanto. A España el CD debió llegar a finales de los 80, yo al menos compré los primeros de mi colección en enero del 90 y recuerdo que aún poseían el deslumbrante brillo de la novedad, como las primeras veces que vimos a alguien hablando por un teléfono móvil en la calle o las primeras veces que alguien conocido presumía de haber comprado una película en DVD, aquel formato revolucionario que, como todos, al principio era casi un artículo de lujo. En el caso de aquellos CDs se trataba de reediciones de discos que originalmente se habían publicado en vinilo, y en gran medido el error comenzó ahí y por esa vía se perpetuó después. Que yo sepa, desde entonces han sido muy pocos los intentos de aprovechar todas las posibilidades del CD en cuanto a capacidad de almacenamiento y versatilidad de contenidos, y la industria ha seguido cómodamente apoltronada en su idea de que estaba bien vender CDs que eran simples réplicas de lo que habían sido los vinilos pero con mejor sonido. Me refiero a intentos serios y creíbles, no al hecho de meter tres temas en directo o un par de Demos como “bonus-tracks”.

Si se piensa con detenimiento, el CD fue un invento aberrante tal como se planteó de forma inicial. Lo malo es que bajo esa misma forma se mantuvo desde entonces, hasta que le han visto las orejas al lobo. Los discos de vinilo tenían alrededor de diez temas porque no cabían más físicamente, y duraban alrededor de cuarenta y cinco minutos por la misma razón. Curiosamente, estos condicionantes materiales articulaban la naturaleza artística de la propia obra: cara A y cara B tenían su propia personalidad y su propia progresión (recordemos que no existían los mandos a distancia y los discos se concebían para ser oídos de un tirón, o de dos, mejor dicho), había convenciones como empezar las dos con un tema más impactante, no colocar una balada al final, alternar el ritmo y carácter de los temas para crear un conjunto bien dinamizado… “Side Heavy”/”Side Metal”, “Side Darkness”/”Side Evil”, pegatinas distintas en cada cara, mil historias que hacían las delicias del comprador de discos. Creo que queda claro que realmente la obra y el disco eran una misma cosa, eran una sola entidad y como tal esta tenía sentido autónomo.


Un grupo como IRON MAIDEN en el “Powerslave” del 84 estaba forzando al máximo los límites del formato “disco de vinilo” y presionando para romper sus barreras. Siguieron aumentándolo dos años más tarde con “Somewhere in time”, donde de nuevo hacían constar la duración total en la contraportada en una especie de alarde público. METALLICA lo habían llevado aún más lejos en febrero de ese mismo año con los casi cincuenta y cinco minutos del “Master of puppets” y dos años después lo reventarían con su “…And justice for all” gracias a su formato de doble disco de estudio, algo nada habitual. El vinilo se quedaba corto, algunos artistas se sentían constreñidos por él y lo mostraban sin disimulos. Había que romper la camisa de fuerza. La situación era idónea para que el CD hubiera permitido expandir las fronteras de la creatividad hacia dimensiones insospechadas, incluso de auténtica revolución. Pero no lo hizo. En lugar de eso, artistas e industria se conformaron con seguir grabando canciones de diez en diez como antes, sin más novedad que meterlas en ese nuevo disquito pequeño tan molón y supermoderno que sonaba tan limpio, y así hasta hoy.

Digo que fue un invento aberrante por cosas como esta, que en realidad son sólo la punta del iceberg, el indicio mínimo de un error descomunal y de una oportunidad histórica perdida. Tanto las compañías como los músicos pasaron por alto cuestiones evidentes -también lo hicimos los fans, compradores cegados y entontecidos hasta el advenimiento de la era informática-: lo reproductores de CD tenían mando a distancia y además permitían programar el orden de las canciones, pero aun así todos nos convencimos de que tenía sentido seguir organizando un disco digital como se hacía con los vinilos, nos convencimos de que tenía sentido meter tres temas buenos y siete de relleno, nos convencimos de que era normal seguir grabando discos de unos treinta y cinco, cuarenta o cuarenta y cinco minutos de duración y a nadie se nos ocurrió pensar que nos estaban estafando al vendernos un libro de 600 páginas en el que sólo había 120 escritas y las demás estaban en blanco.


¿Quién se tragaba un tema que no le gustaba sólo porque el orden del CD era ese, quién renunciaba a pasarlo moviendo sólo un dedo (ya, ya sé que antes te podías levantar y desplazar la aguja, pero no es lo mismo)? ¿Qué sentido tenía poner una intro de dos minutos? Ah… que es que quieres que yo escuche la ristra de canciones en el orden en que tú la has concebido, haberlo dicho, hombre. Pero recuerda que el nuevo formato me permite no hacerlo, es más, casi me invita a ello. Deberías haberlo tenido en cuenta. ¿Que quieres convertir mi habitación en una sala de conciertos donde el artista determina la progresión del evento? Vaya, pero resulta que el disco lo he comprado yo y a partir de entonces es mío y hago con él lo que me da la gana y lo escucho en el orden que quiero. Lo malo es que nunca hasta ahora me había dado cuenta de que puedo pasar por alto las canciones de relleno y programar sólo las buenas o las que más me gustan, porque en realidad el CD es sólo una unidad de almacenamiento que me permite acceder a sus contenidos con una libertad desconocida previamente. Caramba… visto así, al final ni siquiera estoy pagando por esas 120 páginas, sino por muchas menos.

Claro, plantearse las cosas en esos términos hoy día es muy fácil, tras la drástica transformación de nuestra forma de pensar que ha supuesto internet, pero en los 90 nadie lo vimos así, y no me estoy poniendo ningún laurel, por supuesto, si acaso lo contrario. Todo esto son reflexiones hechas a posteriori y con veinte años de retraso por mi parte. Pero el CD fue una estafa masiva y nos dejamos deslumbrar por el oropel barato de su sonido pulcro y por la arrogancia de la modernidad y del estar a la última moda. Ha hecho falta llegar a la década del 2010 para que se nos ocurra pensar que queremos canciones, y no discos, y que tal vez es lícito por nuestra parte no querer seguir pagando por productos que no queremos. Lo hicimos con la tarificación por minutos en los teléfonos, lo hicimos con las fracciones de tiempo en los aparcamientos, ¿por qué no aquí?

Pero todo esto es adelantarme a la cuestión y situar el análisis en términos post-año 2000, y no es lo que pretendía. Con la mentalidad de alguien que aún viviese en los 90, de lo que verdaderamente podríamos quejarnos es de que las obras de los artistas fueron pusilánimes, conformistas y conservadoras, y de que la industria lo respaldó con absoluta dejadez porque en ningún momento vio peligrar sus ingresos. Es más, fue precisamente tras la invención del CD cuando se vendieron más discos que nunca antes en la historia. Hasta ahora, claro. Aparte de todo lo dicho sobre seguir sacando discos concebidos “como si fueran a ser grabados en un vinilo”, también es importante toda la pérdida del atractivo gráfico de los discos de vinilo, la portada, contraportada, diseño interior, pegatina/s en ambas caras del propio disco, fotos, letras o no letras… Lo de la cajita de plástico es lo más impersonal que puede existir, un elemento reemplazable, construido de forma idéntica para cualquier otro disco, desvinculado del disco y que propiamente no es parte de él -entendido éste en sentido amplio, como obra y no como objeto-. ¿A quién se le ocurriría semejante disparate? Yo mismo tardé mucho en darme cuenta, lo cual ocurrió una vez que hice un pedido bastante grande a una tienda de Canadá y me ofrecían un precio con cajas y otro muy inferior sin cajas. Fue entonces cuando pensé “¡anda!, si la caja no es parte del propio disco”. Tonto de mí. Otra de esas ideas obvias que pasamos por alto durante demasiado tiempo, otro de esos descubrimientos/deslumbramientos de andar por casa pero tan decisivos. Al final uno se daba cuenta de que “el disco” como obra creativa era sólo literalmente un disco al que se adjuntaba (o no) unas hojitas a veces vergonzosamente tacañas, mientras que en el vinilo la propia funda que contenía el disco era parte del “disco”, de la obra, del conjunto, desde el momento en que físicamente cumplía la imprescindible misión de guardarlo. Todo esto es importante porque es un factor más para entender por qué se ha devaluado tantísimo el disco como objeto.

Por lo demás, y esto fue seguramente el mayor error, durante dos décadas nadie tuvo la inquietud primero de aprovechar todas las posibilidades del CD en cuanto a duración y después, cuando el uso de ordenadores personales estaba ampliamente extendido, de ofrecer a los fans un producto ambicioso de verdad en un formato múltiple que integrase imagen y sonido, o directamente concebir y crear las obras bajo esa naturaleza múltiple. O, de manera más simple, haber incluido sistemáticamente extras de todo tipo: presentaciones multimedia, reportajes sobre la grabación, biografía de la banda, vídeos promocionales, grabaciones en directo, documentales sobre la gira, carpetas con fotos, archivos con las letras, aparte de lo más obvio como temas extra, mezclas alternativas, versiones en demo… Será por posibilidades. Porque si se piensa bien, la etiqueta inglesa de "full-length" es falsa prácticamente siempre, lo es desde luego -y de forma injustificable y vergonzosa- cuando ni siquiera se alcanza la media hora de música, pero también lo es cuando graban cuarenta minutos como se hacía en los vinilos. Quizá si nos hubieran acostumbrado a conseguir “de serie” todo lo que he sugerido antes y a la vez editar los discos siempre en funda de cartón -y tal vez con un folleto interior que, una vez desplegado, mostrara la portada a tamaño 40x40 o más, pero al menos un folleto con unos mínimos irrenunciables en cuanto a tamaño, extensión y tipografía-, quizá, digo, después el objeto disco no se hubiera devaluado tanto. Pero eso no podían preverlo ni la industria ni los artistas, no podían sospechar el cataclismo que supondría internet y tanto unos como otros siguieron explotando un modelo fácil y cómodo hasta que los tiempos cambiaron.








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